Pequeña
Antología
Historia
con dos Gatas
por Marta Brunet
Resulta
que una vez en una casa muy grande, donde vivían dos
señoras muy viejas, muy viejas, había dos Gatas
que tenían cada cual un Gatito chiquitito, negro y
todavía con los ojitos cerrados. Y resulta que a una
de las Gatas -que se llamaba Linda- se le murió su
hijito y ella no hallaba qué hacer de pena y se lo
pasaba maullando y recorría todas las piezas de la
casa, porque la pobrecita no quería convencerse de
que su Gatito había muerto.
Y andando, andando, Linda llegó al sitio donde estaba
la otra Gata con su hijito. Esta Gata se llamaba Pinta. Y
resulta que Linda creyó que el gatito de Pinta era
el suyo, y se puso furiosa y dio un maullido terrible, diciendo
que aquél era su hijo, y el rabo se le erizó
y los ojos le brillaron y las uñas parecían
alfileres de esos bien puntiagudos. Y al ver esta actitud,
Pinta contestó que el Gatito era suyo, y tomando la
defensiva, empezaron a pelear como fieras salvajes.
Volaban los pelos, sangraban las narices, las orejas eran
las que padecían los peores mordiscos y los maullidos
que daban eran como rugidos de puma. Y tanta fue la pelotera,
que llegaron las dos viejas señoras con las viejas
sirvientas, y a fuerza de escobazos y hasta de jarros de agua
consiguieron separar a las dos Gatas, medio locas de rabia
y hechas una compasión.
El caso fue que las dos quedaron tan malheridas, que al día
siguiente Linda no pudo salir de su cajón, porque apenas
veía, con los ojos hinchados por los arañazos
y mordiscos. Pero la pobre Pinta estaba descaderada por un
feroz palo que le dieran al querer separarlas, y se sentía
tan mal, la infeliz, que pensó en que iba a morirse
y en que no era posible dejar a su Gatito abandonado, sin
nadie que le diera de mamar ni que lo cuidara siquiera.
Entonces Pinta tomó al Gatito en el hocico -como ustedes
saben que hacen las Gatas-, y andando con suma dificultad,
arrastrándose, mejor dicho, llegó hasta el cajón
en donde estaba Linda, medio ciega y llena de tristezas y
de rencores.
Fue Pinta la que habló primero, porque la otra no
hallaba que pensar ni qué decir al verla.
-No vengo en son de pelea, Linda. Bien caro nos ha costado
lo de ayer. Siento todo esto por mi Gatito, yo voy a morir;
estoy segura de ello. Nuestro instinto no nos engaña,
ya lo sabes. Y no quiero que mi Gatito quede solo en el mundo,
sin una mamá que lo cuide y lo alimente. Te lo traigo.
Te lo doy. Tú has perdido a tu hijito. Quédate
con este mío, y sé buena con él.
Linda se alzó en su cajón, pero, como no veía,
se quedó esperando que Pinta le entregara al Gatito.
No podía contestar de emoción. Cuando sintió
el blando paquete que Pinta echaba suavemente a su lado, se
hizo un rollo, formándole un nido en que su nuevo hijito
se acomodó, lleno de regalonerías. Entonces
habló:
-Puedes confiar en mí. No te imaginas cuánto
te agradezco que me lo hayas dejado. Lo cuidaré como
si en verdad fuera mi hijito, mi Gatito mío. Puedes
morir tranquila.
Y empezó a lamerle la cabecita al Gatito, que se había
puesto a almorzar. Pinta los miró un rato y después,
silencionsamente, con mucho trabajo se fue arrastrando hasta
un rincón obscuro de la bodega, para morir al poco
rato.
Linda crió al Gatito con todo cariño, lo mismo
que si hubiera sido su hijito. Y resulta que lo más
curioso de esta historia ¡es que es cierta!
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