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DE DESPEDIDA DE PABLO NERUDA
EN EL FUNERAL DE MARIANO LATORRE
Este día frío en medio del verano es como su
partida, como su desaparición repentina en medio del
regocijo multiplicado de su obra.
No voy a hacer un discurso funerario para Mariano Latorre.
Quiero dedicarle un vuelo de queltehues junto al agua, sus
gritos agoreros y su plumaje blanco y negro levantándose
de pronto como un abanico enlutado.
Voy a dedicarle una queja de pidenes y la mancha mojada,
como sangre en el pecho, de todas las loicas de Chile.
Voy a dedicarle una espuela de guaso, con rocío matutino,
de algún jinete que sale de viaje en la madrugada por
las riberas del Maule y su fragancia.
Voy a dedicarle, levantándola en su honor, la copa
de vino de la patria, colmada por las esencias que él
describió y gozó.
Vengo a dejarle un rosario amarillo de topatopas, flores
de las quebradas, flores salvajes y puras. Pero él
también se merece el susurro secreto de los maitenes
tutelares y la fronda de la araucaria. EL, más que
nadie, es digno de nuestra flora y su verdadera corona está
desde hoy en los montes de la Araucanía, tejida con
boldos, arrayanes, copihues y laureles.
Una tonada de vendimias lo acompaña y muchas trenzas
de nuestras muchachas silvestres en los corredores y bajo
los aleros, a la luz del estío o de la lluvia.
Y esa cinta tricolor que se anuda al cuello de las guitarras,
al hilo de las tonadas, está aquí; ciñe
como una guirnalda su cuerpo y lo despide.
Oímos junto a él, los pasos de los labriegos
y pampinos, de mineros y de pescadores, de los que trabajan,
rastrean, socavan, fecundan nuestra tierra dura.
A estas horas está cuajando el cereal y en algún
tiempo más los trigales maduros moverán sus
olas amarillas en honor del ausente.
De Victoria al sur, hasta las islas verdes, en campos y caseríos,
en chozas y caminos no estará con nosotros, lo echaremos
de menos. Las goletas volarán sobre las aguas, cargadas
con sus frutos marinos, pero ya Mariano no navegará
entre las islas.
El amó las tierras y las aguas de Chile, las conquistó
con paciencia, con sabiduría y con amor, las selló
con sus palabras y con sus ojos azules.
En nuestras Américas, el gobernante de un clima a
otro, no hace sino entregar las riquezas originales. El escritor,
acompañando la lucha de los pueblos, defiende y preserva
las herencias. Se buscará más tarde si nuestras
costumbres y nuestros trajes, nuestras canciones y nuestras
guitarras, han sido sacrificados, si ha desaparecido el tesoro
que resguardaron hombres como Mariano Latorre, irreductibles
en su canto nacional.
Iremos a buscar en la enramada de sus libros, acudiremos
a sus páginas preciosas a conocer y defender lo nuestro.
Los clásicos los produce la tierra o, más bien,
la alianza entre sus libros y la tierra, y tal vez hemos vivido
junto a nuestro primer clásico, Mariano Latorre, sin
estimar en lo que tendrá de permanente su fidelidad
al mandato de la tierra. Los hombres olvidados, las herramientas
y los pájaros, el lenguaje y las fatigas, los animales
y las fiestas, seguirán viviendo en la frescura de
sus libros.
Su corazón fue una nave de madera olorosa, salida
de los bosques del Maule, bien construida y martillada en
los astilleros de la desembocadura, y en su viaje por el océano
seguirá llevando la fuerza, la flor y la poesía
de la patria.
(Revista Atenea, Universidad de Concepción (Chile),Año
XXXIII – Mayo – Junio de 1956 – Núm.
370)
MAPU
El autor de “Cuna de Cóndores”, “Chilenos
del Mar”, “Zurzulita”, “On Panta”,
entrega ahora a sus numerosos lectores una nueva colección
de cuentos, los cuales se reúnen bajo un nombre indígena,
que encierra cierto simbolismo de la tierra, de la familia,
del arraigo de la raza misma. “El mapu, escribe Latorre,
no fue para los indios la patria, la amplitud colectiva de
la nacionalidad. Mapu tenía una significación
más estrecha. Era la tierra de un grupo de tribus,
con sus heredados totemes y un mismo paisaje”.
Mariano Latorre ha tomado para sus cuentos los paisajes del
“mapu” y los hombres que en él desarrollan
una vida pequeña, entregada a menesteres de la tierra
y con un horizonte limitado por el bosque y la montaña.
Un estilo limpio, fluido, lleno de poesía, embellece
estos relatos y da fuerza a ciertos pasajes que en un lenguaje
familiar solamente habrían resultado desnutridos.
Evoca el autor la raza araucana, señala su decadencia
y su lenta absorción: “Pantalones de diablo fuerte
substituyeron a los holgados chiripás y sombreros de
paño, a los trariloncos multicolores de los viejos
araucanos. Sólo las indias, raíces del mapu,
visten aún sus chamales negriazules y adornan su cobrizo
cuerpo con el tintineo argentino de la platería autóctona:
Mariano Latorre es, ante todo, un estilista; por esta razón
las páginas más logradas en esta obra son, a
nuestro juicio, aquellas que se refieren a un asunto que está
en el ambiente de lo poético, desligado del diálogo
y del argumento mismo.
Tenemos, por ejemplo la belleza de las páginas en
que evoca a las gualas; las reveladoras palabras que se refieren
al chucao; los moscardones y la vertiente son motivo de bellas
imágenes y penetrantes observaciones. Tiene Mariano
Latorre el observaciones. Tiene Mariano Latorre el don del
observador que no olvida detalles y que posee los recursos
para dar el colorido, la sensación y casi siempre la
emoción que encuadra con el tema que lo subyuga.
Como en sus libros anteriores, el observador de la tierra
aparece en “Mapu” dotado de nuevas fuerzas creadoras;
casi siempre es más que un intérprete, ya que
su elegante prosa vibra, late y vive con afirmación
de una definitiva permanencia.
Así nos describe a la guala: “Es fea y deforma
como el labrado tronco de un indio y como su hermana la tagüita
de los totorales, sólo tiene sobre el lomo dos muñones
que semejan las aletas de un pez; pero es la nota de la tierra
que persiste a la quema de la selva y a la invasión
del blanco cada vez más destructora. Es una supervivencia
de la vida salvaje de la naturaleza cuando los robles crecían
sin que la mano del mapuche interrumpiese su desarrollo, arpas
donde cantaba el viento virgen de las primeras edades”.
En general este libro nos da una idea dramática y
desoladora de la vida mapuche que se extingue poco a poco;
asoman aquí las costumbres de los indios, se describen
sus fiestas y relucen sus pasiones. Pero todo lo llena el
bosque y la selva; la montaña y el viento que penetra
en las rucas, baja de las cordilleras y extiende un soplo
alado de misterio racial.
Como las gualas aparecen también los chucaos: “Para
el indio supersticioso o para el tardo colono que comparte
con él la tierra robada al bosque, no es un misterio
el súbito estallar de su risa, bajo la solemne quietud
de los altos robles. Por la garganta del chucao es la selva
la que habla y en la selva enmarañada se agitan genios
invisibles, fuerzas ignoradas que tejen entre sus dedos ultraterrenos
el destino de los hombres”.
“Mapu” nos concreta la vida de los indios y colonos
que llegan a fundirse en unas mismas costumbres y afanes pendencieros;
el amor, más que él la pasión animal,
suelen brotar en las rucas, mientras arde la fiesta nocturna.
Al evocar la vertiente serrana escribe el poeta y no el novelista:
“Lagunas vírgenes de las alturas, blancos ventisqueros,
espumosas cascadas, torrenteras orladas de rojas flores y
yervas de esmeralda, ruidosa epopeya de las cumbres, todo
vuestro estruendo se aquieta el traspasar el granito metálico
y fundirse. Su dulce frescura no grita esplendores, su quietud
inanimada no ruge en espumarajos rabiosos, ni en sagradas
blancuras. El agua de las vertientes tiene la serenidad de
las ideas, la calma resignada del pensamiento.
La calidad del nuevo libro de Marino Latorre sobresale especialmente
en “La muerte del Pampa Viejo”, “Vaca Indiana”
y “Puelchada”, precisamente en los cuentos en
los cuales hay menos elementos técnicos y más
espontaneidad en el relato y un verdadero desahogo espiritual
ante la tragedia de la selva y clara sensación de belleza
que no es violentada por afanes expresivos.
Ha ido desapareciendo la selva: “Cayeron mordidos por
el diente de acero, los grandes robles, los aromáticos
laureles, los lingues verdinegros. Una vereda caracoleante
ató los ranchos, a lo largo del bosque. Y de los troncos
derribados se hicieron las pueblas, se labraron las cercas
de las hijuelas o hechos astillas, calentaron la comida de
los colonos, llegados del valle central y de Chiloé,
a poblar la nueva tierra de conquista”.
Ha habido una comunión perfecta entre el escritor
y la naturaleza que es ojeto ahora de su dilección;
las palabras adquieren un profundo sentido humano y la poesía
del “mapu” es descubierta con verdadera euforia
por Mariano Latorre.
A pesar de repeticiones, de descripciones que abundan demasiado
y de divagaciones que desvían el interés del
relato, encontramos en este libro verdaderas obras maestras
en su género; la visión directa de esas tierras
del sur está lograda a plena conciencia. Sentimos el
paso del puelche, viento tan chileno que al decir de Latorre,
“Sopla iracundo en los huecos de los ranchos y las tablas
vuelan en todas direcciones. La selva es una orquesta enloquecida.
Se alargan las ramas en una desesperada agudización
de sonidos y los árboles más viejos azotan el
suelo, con rudo quebrajarse de astillas”.
La fiesta de los sentidos se prolonga a través de
toda la obra y renacen a cada paso las imágenes hermosísimas
de una tierra que vive en un silencio verdaderamente ancestral.
Las tierras de Collanco, las pequeñas hijuelas, la
montaña en una eclosión primaveral nos penetra
con una fragancia exquisita. Latorre tiene predominio de la
forma y maneja diestramente la palabra; el diálogo
lo revela como un estudioso del dialecto de los hombres del
“mapu”; ha sabido sacar partido de los mínimos
detalles y su pluma es ágil en acuarelas y a veces
hasta en aguafuertes. La vida de la selva austral lo obsesiona;
ha vivido algunos días en ella y la atracción
es violenta. Uno de los numerosos ejemplos que pudiésemos
citar es el trozo con que se inicia el cuento “Y un
filón de rojo raulí…” Dice así:
“En el vivo cristal del aire, que enmarcan tupidas murallas
de coigues, resuenan acompasados golpes de hacha. En tal forma
atruenan la salvaje soledad, repetios por las umbrías,
que todos los ruidos enmudecen. Más que brazos humanos
parecen gigantes ocultos en la espesura los que hachan los
centenarios raulíes de frente verde clara. A los pocos
minutos se acallan los golpes. Con una suavidad de vuelo que
termina, el silencio llega otra vez”.
La diaria lucha entre el hombre y la naturaleza, fiera y
hermosa; la competencia entre el indio y el blanco; los panoramas
de la selva y la montaña que se agiganta ante los ojos
humanos que se agiganta ante los ojos humanos que saben captar
todos sus matices y adivinar sus misterios, están en
las páginas de “Mapu” enaltecidos y animados
por el espíritu de un escritor que ha consagrado su
vida a esta labor de chilenidad, de interpretación
de nuestra tierra y de sus habitantes. Más allá
de los defectos que tienen algunos de estos cuentos, provenientes,
sin duda, de un exceso de técnica, está la belleza
entera de “Mapu” que nos ha hecho vivir en compañía
de robles, raulíes y lingues, entre rucas y ranchos
que se confunden en el humo de las mañanas.
Carlos René Correa
El Diario Ilustrado, 6 de septiembre de 1942.
MARIANO
LATORRE Y “SU” GEOGRAFÍA
Conocí a Mariano Latorre hace unos meses en su casa
de Santiago de Chile, postrado ya en el lecho de muerte, con
esa apariencia saludable que imprimen a sus pacientes las
enfermedades del corazón. Latorre, que por su edad
podía ser un viejo, no lo era ni por su energía
ni por su cerebro, perfectamente controlado. El escritor producía
la impresión de ser un hombre vital, menos introvertido
de lo que la lectura de sus obras pudiera hacer creer, con
una curiosidad insaciable hacía el mundo de las letras,
que era, a fin de cuentas, todo su mundo. Me preguntó
largamente por el actual movimiento literario español,
que en sus líneas generales ya conocía, y después
expuso su juicio sobre el panorama de las letras chilenas.
Latorre emanaba esa serenidad de juicio propia de los hombres
que han alcanzado una cima; no regateaba el elogio y, por
lo contrario, mostraba una piedad generosa hacia los yerros
e incomprensiones ajenos. Mariano Latorre, en suma, era un
señor en un país de señores; un escritor
para quien los caminos del arte son infinitos y está
muy lejos de pretender poseer el secreto en exclusiva. Él
podía hablar con conocimiento de causa. Su casa era
un ingente y caótica biblioteca. Nieto de vasco, a
nadie podía extrañar que la inmensa mayoría
de sus obras fuesen españolas. Y hacia las letras españolas
escapaba inevitablemente, cualquiera que fuese el punto de
partida, su conversación.
Con Mariano Latorre se cierra una etapa de la literatura
chilena. Latorre representa para las letras de su país
lo que Baroja para el nuestro; un inevitable punto de referencia.
Sin que el parangón implique no ya identidad, sino
ni siquiera similidad de estilo. En puridad Latorre viene
a ser la antítesis de Baroja. Pero como Baroja, casi
en solitario, sostiene sobre sus hombros el peso de la novela
de su país durante más de cinco lustros. Pero
Mariano Latorre no es novelista de acción. Latorre
subordina todo al paisaje. Para el escritor chileno la geografía
no sólo es un ojo de la historia, sino también
de la literatura. ¡Estupenda actitud en un artista nacido
en un país que es, ante todo y sobre todo, geografía!
En este sentido, Chile encontró en él un fidedigno,
insobornable intérprete. En su prurito de rabioso localismo
halló Latorre, aunque parezca paradógico, su
dimensión universal.
Latorre se mostró sordo a los modos y modas de su
época. Serán muchas las objeciones que puedan
hacérsele al gran escritor chileno, pero entre éstas
no cabe la infidelidad a sí mismo. La obra de Latorre
es lógica y consecuente. La hermosa y variada geografía
chilena constituye su columna vertebral. La brava cordillera
andina, el desértico despiadado Norte, el Sur pletórico
y enervante, están presentes en sus libros. Se aducirá
que Mariano Latorre tomó el rábano por las hojas.
Para Mariano Latorre “los alambres del paraguas, las
estacas de la tienda de campaña” de que nos habló
Ortega, no están en la acción, en el tema, sino
en el ambiente. Latorre creó la acción en función
del paisaje y no a la inversa. Sus libros son verdaderos cuadros
animados. ¿Pero qué hay en Chile más
sólido e inmutable, más notorio y permanente
que su geografía?
Para los jóvenes novelistas chilenos, la obra de
Latorre resulta rebasada, anacrónica, siendo así
que se desenvuelve dentro de la más rigurosa actualidad.
La tendencia moderna a la descripción somera, sobre
la marcha, en oposición a la minuciosa y retardada
de antaño, puede servir como piedra de toque para la
calificación de un escritor no chileno. A Chile no
debe medirse por un mismo rasero. En Chile la tierra lleva
la primacía. La tierra en aquel país resulta
un factor tan relevante, tan vivo que se mueve trescientos
días de los trescientos sesenta y cinco días
del año. Ningún escritor puede prescindir en
suma de la geografía, so pena de prescindir del elemento
más definidor. Esto quiere decir que Latorre permitía
deliberadamente que el medio se interfiriera en su arte y
no como complemento decorativo, sino como factor substancial.
Mientras Chile no deje de ser lo que es, un país de
fabulosos contrastes topográficos, una geografía
física audaz y abrumadora, ningún escritor chileno
tendrá derecho a eludir en sus obras esta dimensión,
so pretexto de modernidad.
Mariano Latorre, como buen chileno, ha muerto de corazón.
Ya dije en su día que aquella gente le tiene demasiado
grande.
Delibes, Miguel.
“ Mariano Latorre y “su”
geografía”, Santiago-Chile, El Diario Ilustrado,19-II-
1956
Por Mariano Latorre. Ediciones Ercilla, Santiago de Chile,
1935
En 1912, Mariano Latorre publicó su primer libro.
Desde esa fecha, su labor literaria ha ido acrecentándose
lentamente hasta enterar el octavo volumen con el que acaba
de publicar. Ejemplo de perseverancia literaria éste
de Latorre, no obstante el ambiente de indiferencia y hasta
de hostilidad que ha tenido que vencer.
Desde su primera obra, “Cuentos del Maule”, Latorre
abordó temas campesinos. Ha descrito el agro con variado
colorido, poetizando las tierras empobrecidas del Maule, o,
simplemente, siendo fiel en la pintura de la selva austral,
cuyas bellezas no necesitan de aditamentos literarios. Latorre,
a través de todas sus obras, ha permanecido fiel a
la realidad rural. Ha buscado los motivos que sirven de nervio
a sus novelas o cuentos, en el campo vergelizado del valle
central, con sus huasos simples y bonachones; en la Cordillera
de los Andes, con su majestad epopéyica, donde el hombre
es un mero accidente; en la costa bravía con sus marineros
corajudos, o en el austro de rebelde naturaleza. Vuelve ahora
a sus tierras del Maule, y nos las presenta con nuevos relieves.
Los dos relatos novelescos que forman “On Panta”
son de ambiente maulino, en su vida cerril y en su vida aldeana,
con un intermedio agreste que es todo un poema.
Fiel a su tendencia criolla, Latorre es, sin duda, su más
genuino representante, y muchos escritores le siguen imitándolo.
Pero lo que en Latorre ha sido creación, en los otros
es simple majadería. El campo, como elemento de creación
novelesca, es pobrísimo, y si en Latorre vive, es mediante
su poder de evocación visual, que le da a lo inerte
un sentido humano pues, sus personajes apenas si se destacan
en medio de la frondosidad descriptiva.
Latorre ha ido perfeccionando su estilo con porfiada honradez
y hoy podemos presentarlo como un verdadero estilista, como
un clásico de nuestras letras. Era necesario ya que
un escritor del prestigio de Latorre reivindicara para las
letras nacionales la corrección gramatical y la pureza
idiomática, tan groseramente atropelladas por escritores
que van camino de la consagración. Creen algunos que
el respeto a las reglas elementales de la sintaxis, a la debida
puntuación de la frase y la euritmia de las palabras,
es algo deleznable, profesoril… Se equivocan quienes
así opinan, pues las obras literarias, como las personas,
necesitan ajustarse a ciertas normas externas, cuyo abandono
implica mal gusto e injustificada rebeldía, que bien
puede tomarse por ignorancia. Pero no sólo es esta
corrección gramatical del estilo, lo que debemos subrayar
al juzgar este libro. Hay en él elementos estilísticos
magníficos. Latorre ha aprisionado la frase coloreándola
con una adjetivación riquísima y novedosa, sin
rebuscamiento artificioso; sus figuras están tomadas
de los mismos elementos descriptivos, y su poder de evocación
es tal que la visión se nos presenta sin esfuerzo:
“Finalizaba agosto y ya la leve pelusa del rebrote teñía
las fragosas escarpas de las lomas y salpicaba de un polvillo
verde claro los gajos grises de los hualles, donde aun persistían
los pelotoncitos de carne rosa de los dihueñes”
(pág. 8). Sin dejar de ser objetivo, llega a lo poemático:
“A la vuelta de una escarpa, sobre la hierba recién
brotada, ser recorta la copa de nieve de un peral en flor.
Tan blanco es, tan puro en su nívea transparencia,
que se dijera el vellón de una nube primaveral, enredado
en la araña gris de su ramazón” (pág.
9). Y nunca pierde su evocación el sentido de lo humano:
“Así tiene al campo pleitante y mezquino, preso
en una trampa frágil de papel sellado” (pág.
1!), donde la palabra pleitante tiene un colorido tal que
ya suponemos cómo esas tierras serán la codicia
de abogados y tinterillos.
Al juzgar su libro “Chilenos del Mar”, advertimos
en algunos de sus cuentos que Latorre manejaba con éxito
el humorismo. Ahora, en “On Panta”, este humorismo
constituye, en el fondo, el mayor valor del libro. Un viejo
chiflado, que soporta la burla socarrona de los huasos de
la comarca, vive pensando en cazar pumas; tiene uno rústicamente
embalsamado; lo trata como si estuviera vivo; organiza correrías,
gasta dinero, es explotado, hasta que llega un momento en
que sus propios perros leoneros, como deseosos alguna vez
de emplearse, dan el traste con el reseco león, destruyendo
ese puma que existía vivo en lo subconsciente de On
Panta. Como vemos, en este relato Latorre nos presenta a un
viejo campesino diferenciado mediante la disección
de un complejo psicológico. Con todo, creemos que la
anécdota es un pretexto para hacer estilo y describir
el campo. A pesar de que Latorre quiere penetrar por los vericuetos
tortuosos del alma humana, será siempre el campo chileno
el que le atraerá con su belleza de colores abigarrados
como manta maulina y con sus huasos elementales buenos y generosos
como los vinos de esa región.
Movido, lleno de interés novelesco, encontramos “Salteadores
de Chillehue”, el segundo relato que forma este libro.
La parte descriptiva ha sido reducida a lo indispensable para
que la evocación sea exacta y vivida. Actúan
varios personajes, los cuales se nos presentan mediante sus
propias acciones y palabras genuinas. Así, logran perfilarse
con rasgos bien definidos Urrutia, el Ñato, el maestro
Hilario, que es el capitán de los salteadores, un “turco”.
Más acción, más humanidad, advertimos
en esta novela que en “On Panta”, pues asistimos,
con la lectura de “Salteadores de Chillehue”,
a la vida de una aldea donde palpita el alma elemental de
nuestro huaso. Latorre siente por él profunda simpatía,
lo ve crédulo, supersticioso y hasta humano en sus
salteos. Hay en esta novela, asomos de interpretación
del alma de esos huasos que aun no han sido corrompidos por
ambiciones ciudadanas. En las frases finales, Latorre sintetiza
esos asomos de interpretación:
“Evoqué, en mis largas caminatas por los caminos
de Chile, estas velas, chorreadas de su propia esperma, cuyas
lengüecillas temblonas palidecen en la claridad de los
días bajo un minúsculo cobertizo o llamean,
en el crespón de las noches, junto –a un recodo
del camino-. Ahí está nuestro pueblo, cuya alma
elemental se ahoga en la noche tenebrosa del indio y en la
fe obscura, heredada de los conquistadores” (págs.
142 y 143).
Acaso nadie como Latorre ha sentido por nuestro campo y sus
moradores mayor simpatía, y acaso nadie como él,
ha expresado esa simpatía en forma más lograda.
Milton Rossel
Revista del Pacífico Nº3, agosto 1935.
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