MARIANO LATORRE, PADRE DEL CRIOLLISMO


Berta López Morales
Universidad del Bío-Bío


La obra de Mariano Latorre refleja su profundo amor por Chile: su geografía, sus hombres, su idiosincrasia, su lenguaje, que documentó en sus travesías por el litoral del país, desde el norte al sur, adentrándose en los contrafuertes cordilleranos, descubriendo los rincones que lo conforman; por fin, atesorando el perfil de una nación contradictoria, cambiante y rica en matices étnicos, lingüísticos y sociales. Esta diversidad es lo que está plasmada en la obra del llamado “padre del criollismo” y es la que ha fundamentado la solidez de una vocación eminentemente literaria que se complace morosa y amorosamente en la palabra puesta al servicio del paisaje.

En efecto, en Mariano Latorre se encuentra al hombre teórico y al creador en perfecta armonía, quizás a causa de las clases que impartía en la Universidad de Chile, en las que teorizaba apasionadamente sobre lo que debía ser la literatura tanto para el escritor como para su destinatario: un pueblo que buscaba construir su propia identidad, a través del conocimiento de nuestro país: “Ahondar en el rincón es la única manera de ser entendido en el mundo.” Tal vez con otro lenguaje, el criollismo apuntaba al corazón de la misma problemática que ha presidido el desarrollo del arte de nuestra América morena: la pregunta constante por el ser latinoamericano, por nuestras raíces y por el continente mismo que se inserta en la cultura occidental hace poco más de quinientos años.

Mariano Latorre y los escritores de su generación coincidían en que la literatura tiene que mostrar lo chileno desde un punto de vista casi épico, surgiendo de la confrontación entre el hombre y naturaleza, y en consecuencia, mostrando los mejores y/o peores atributos de la raza. El concepto de raza, dentro de esta dicotomía adquiere una significación precisa: Latorre considera dos tipos, el roto y el huaso; el primero, indeterminado, anárquico, ateo e irrespetuoso y el segundo, telúrico, conservador, obstinado y creyente. Es por esta razón, que los criollistas se volcaron mayoritariamente y en un primer momento hacia el campo, el mar o la montaña, dado que la vida urbana no propiciaba la aparición de un héroe elemental, proteico, tallado en el rigor de la lucha con fuerzas también elementales que modelaban su psicología, su relación con el medio natural y social, sus valores y sus creencias.

En esta perspectiva, la obra de Mariano Latorre es considerada unánimemente por la crítica como aquella que mejor expone y realiza los principios que orientaron al criollismo en su producción literaria. La obra narrativa del escritor se compone principalmente de cuentos; sus únicas novelas, Zurzulita, Ully, La Paquera confirman su predisposición hacia el relato breve, pues le permite cumplir con el objetivo primordial de su obra: reproducir fielmente el paisaje y la fisonomía chilenos. En todos sus cuentos se puede percibir una preocupación casi poética por la tierra chilena: ríos, mar, cordillera, bosque ocupan un lugar protagónico, el centro de su escritura, ya que Mariano Latorre, con paciencia de notario registra el vuelo del albatros, la cadencia del coigüe y de los álamos, el serpenteo sinuoso del Maule, la majestuosidad del cóndor en la blancura inaccesible de los Andes. De ahí que propusiera que la novela chilena pintara los siete medios naturales de Chile, los siete paisajes de su geografía y sus siete almas; de este modo el narrador era un auténtico descubridor de la verdadera realidad de la naturaleza, de la lucha entre el ser humano y la barbarie natural, hecho que otorgaba a las acciones humanas su sello de epopeya primitiva y original, vgr. “La epopeya de Moñi”.

Sin embargo, Latorre puede ser catalogado sobre todo como paisajista, un acuarelista que traspasa las vivencias de un paisaje vivido, incorporado a su experiencia vital e interpretado en cada uno de sus relatos con la finalidad de traspasar al lector no sólo el conocimiento sino también el amor hacia cada uno de los rincones de su país. En su primer libro, Cuentos del Maule (1912), y como su título lo indica, están presentes el paisaje de la región, algunos rasgos autobiográficos, las costumbres y una concepción rousseauniana del campo como el espacio de la pureza que llega a corromperse por la presencia y avance de la urbe:
“Luego se construye el ferrocarril y una heterogénea población venida de todas partes de Chile transformó la quietud aldeana del pueblo, dormido con sus casuchas achatadas a la orilla del agua, envuelto en el aire frescachón, salpicado de aguas saladas que el viento del sur roba del océano. Nunca me cansaré de criticar la influencia perniciosa de ese gentío exótico sobre las costumbres de mi tierra: ella ahuyentó a los marinos antiguos, mató a loa guanayes y corrompió al pueblo bajo...( “Un hijo del Maule”)

Como puede observarse, la crítica social aparece aquí y en la mayoría de la obra de Latorre desde el punto de vista del narrador, que correspondería a lo que Cedomil Goic denomina “la triple implicación de narrador, testigo y personaje”, procedimiento que “parece acrecentar el realismo, la ponderación imitativa, a un grado máximo, estrechando distancias y reduciendo a un mínimo toda fabulación” (Revista Atenea N° , 19 ). El verismo, ya sea autobiográfico o geográfico de la obra literaria de nuestro autor, es producto del aprendizaje de lo concreto, de lo propio y lo cercano de la generación anterior que se manifiesta ahora como un esfuerzo de autoconciencia que lo acerca al descubrimiento y conocimiento del hombre y su entorno.

En su segundo libro, Cuna de Cóndores (1918), el paisaje cordillerano, mostrado en toda su magnificencia, se une al paisaje humano: el pastor, el arriero, el bandido, todos ellos trazados en precisas pinceladas dan cuenta de la lucha del hombre con la naturaleza hostil de las cumbres andinas. Chilenos en el mar (1929) completaría una especie de trilogía sobre el campo, la cordillera y el mar, respectivamente y que dentro del proyecto de Latorre descubre en una primera aproximación el rostro de Chile. Algunos críticos consideran que Latorre no profundiza en la psicología de los personajes, pero podemos observar que en el último de los libros citados el autor se acerca mucho más a sus personajes, trata de interpretar su conducta, alejándose de la tradicional objetividad de sus retratos; ahonda bajo la superficie, iniciando ahora su itinerario por las almas. Hoy, el lector de la obra de Latorre puede entender que el proyecto del escritor consistía más en la descripción casi didáctica de la flora, fauna, geografía física y humana de cada lugar relatado y plasmado en sus cuentos y novelas, lo cual no significa el descuido de una humanidad concebida en un absoluto mimetismo con las fuerzas telúricas de la naturaleza. En Zurzulita (1920), su protagonista Milla es la tierra primitiva y genésica, en oposición a Mateo, que significa la cultura, lo urbano. En esta novela se puede observar el conflicto entre naturaleza y cultura, así como el triunfo de la primera sobre lo extraño y extranjero en un mundo salvaje y agreste; el caciquismo, con sus prácticas brutales y a mansalva está brevemente esbozado, señalando un interés por los vicios de la sociedad rural sin una crítica explícita.

La segunda novela de Latorre, Ully (1923), es más bien una nouvelle, debido a su brevedad y a la simpleza de la trama. Aunque se ambienta en el sur y se escuchan algunas voces germanas, de ningún modo constituye la gesta de los colonos alemanes. Por el contrario, es una sencilla historia de amor que tiene como trasfondo las costumbres y las casas del pueblo que con su especial arquitectura determinan la fisonomía de los pueblos del Sur de Chile.

La tercera novela, La Paquera es la obra póstuma de Latorre, pero según Uribe Echeverría, se comenzó a escribir en 1916 y si se hubiera publicado a tiempo habría sido “cronológicamente, la tercera novela importante dentro de la corriente mencionada” (el naturalismo), junto a Juana Lucero de Augusto d’Halmar y La cuna de Esmeraldo de Joaquín Edwards Bello. Relato urbano, La paquera incursiona en las pasiones de seres miserables, con algún defecto físico, y aunque en forma superficial explora los conflictos humanos buscando siempre la viñeta bucólica o agreste en cualquier resquicio de la narración, si ésta lo permite, entre las cuatro murallas de un Hospicio santiaguino. Por su temática, La paquera constituye una excepción dentro de la narrativa de Latorre; pues lo urbano se le dio tardía y escasamente. Fue en El choroy de oro (1946), en el otro cuento que conforma el libro, “Trapito sucio” que la ciudad y sus miserias aparece en forma magistral como el escenario en el que la pequeña Pichuca deambula en busca de fraternidad, de aceptación y de amor. Quizás en este relato es más patente el sentido y la crítica sociales, pues en La paquera se expresa más como la reflexión del autor que no acierta a entender la forma de ser del chileno:

“Aparentemente son iguales –se refiere a Sarita y a Cola, las dos tontas-,
niveladas por el Hospicio, pero en el fondo hay una diferencia esencial.
Creo que eso se debe a la juventud de Chile como país. Nada hay fijo,
determinado. Todo se confunde. A veces un gañán parece un caballero y
un caballero tiene todas las características del gañán. Una ramera posee
delicadezas de señora y una señora, inmundas apetencias de ramera. Un
político, la psicología de un ratero y un ratero la sonrisa astuta de un
político. ¿Quién entiende esto, sobre todo si tiene que vivir en un medio
tan desconcertante y tonto”. (La paquera)

Aunque las constantes de Mariano Latorre son el paisaje chileno y el retrato de los abigarrados tipos que pueblan el territorio nacional, se puede afirmar que su obra sufrió una evolución, On Panta (1935), Hombres y zorros (1937), Viento de mallines (1944), todas colecciones de cuentos, muestran la veta socarrona, el toque de humor que hace inolvidables relatos como “On Panta”, “La vieja del Peralillo”, “El difunto que se veló dos veces”.

Sus últimos libros, El caracol (1952) y La isla de los pájaros (1955) muestran la vibración de los sentimientos del escritor; en él, en que predomina la milagrosa objetividad para cantar el campo, el mar, la cordillera, el norte y el sur, aflora la emoción, la poesía mezclada con los recuerdos de su niñez; pero también, en una prosa ya decantada en el oficio, su escritura avanza interrogando y develando nuestros mitos nacionales, dibujando, trazando y reconstruyendo el rostro de un país diseminado en una pluralidad de rincones y en la diversidad de sus hombres y mujeres. Latorre se consagra así como el intérprete literario más genuino de aquello que los criollistas buscaban con tanto afán: nuestra chilenidad.

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