De
serena apariencia, Santiván era, sin embargo, muy
sensible y reaccionaba con viveza y a veces con violencia,
contra las injusticias y las pequeñeces que le salían
al paso.
Una noche en que leía uno de sus cuentos en el
Ateneo, un muchacho que se hallaba en las primeras filas
de asientos, se puso a hablar en voz alta a otro compañero.
Santiván siguió leyendo un momento hasta que
los nervios se le sublevaron y, dando en la tableta de la
tribuna un golpe con la mano, que hizo bailar la botella
y el vaso de agua que tenía al lado, e inclinándose
hacia el indiscreto, con una voz tonante, inesperada que
sonó en el salón, como un disparo, le gritó:
“Cállese, el mal educado”. Ante el ataque
insólito, enmudeció el cuitado y en medio
del silencio repentino, mientras se sentía solamente
el tintineo de la botella que aun no recobraba su equilibrio,
Santiván, como si nada hubiera pasado, continuó
tranquilamente leyendo su trabajo con su voz que había
vuelto a tomar las dulzuras habituales de su tono.
(Samuel A. Lillo, Espejo del pasado, p. 195.)